miércoles, 2 de abril de 2008

Acerca de los achaques, accesos febriles y visiones subsecuentes del mal que contraje conocido como literatura.


La siguiente entrada está consagrada a un mal que domina mi vida. Un mal que me viene de lejos, que no es nuevo para mí por tanto y con el que he aprendido a convivir en la medida de lo posible. La enfermedad en sí, si no me ha matado ya, difícilmente lo hará nunca. Esto siempre según el galeno que me trata.

La sintomatología es variada: paludismo (que provoca cierta mutación del virus que te obliga a dejar de comer y que en los hospitales llaman Solitaria); inestabilidad anímica que aúna fuertes depresiones con estados de alegría exultante (conocido como depresión post-parto poético); accesos febriles que alcanzando el paroxismo provocan verborrea (que en términos técnicos llamamos inspiración); achaques cardíacos (también llamada sensibilidad poética); y a veces incluso la muerte súbita, sí señor, la muerte (solo que cuando contraes la enfermedad la llamas parca).

Cuando la enfermedad se me manifestó por vez primera era yo apenas un adolescente incipiente (habrán notado que rimo). Por aquel entonces pasé drásticamente de jugar con mis play móvil a dejar de jugar. Me enamoraba de cualquiera que se pareciese a ella, pero quién era ella. Por entonces aún no lo sabía. Nada hubiese tenido de malo el enamorarme si no me hubiese desenamorado tan pronto como me enamoraba y es que pronto les descubría a aquellas ciertos defectos que la distanciaban de ella, pero quién era ella todavía no podía saberlo. Después de mis primeros besuqueos, apretones y apresurados sobeteos protosexuales llegué a la conclusión de que tal vez ella no fuese de carne y hueso, ¿qué como llegué a esta conclusión? La culpa no fue mía claro sino de los demás, después de todo cómo puede un adolescente llegar a semejante corolario filosófico existencial por sí solo. La culpa la tuvo Petrarca, él y Garcilaso, éste y Béquer, todos los nombrados y esos cantautores que componen cancioncillas a ella, pero quién era ella.

Ella es la musa –me dijo mi galeno una mañana de abril, ya se saben los abriles… en su pequeña aunque coqueta consulta privada.

Ya te lo dije José –se apresuró a decirle mi madre a mi padre- que a este niño lo que le ocurre es que está enamorado.

Deja al doctor que termine… -contestaba mi padre.

Señora, no es amor lo que tiene el chico. Lo suyo es más grave –sentenció.
Y yo, que me temía lo peor, traté de esconder como pude mi cabeza entre los hombros ¿es posible que sepa el jodido este que lejos de hacer caso a mi madre, no solo ya… sería verdad lo que dicen acerca de hacerlo… cómo es posible… qué vergüenza… por qué tienen que pasar conmigo a la consulta, ¿no pueden dejarme en paz? Siempre metiendo las narices donde no los llaman… Dios qué vergüenza…

O sea, que es eso… -la discreción de mi madre es siempre un farol, y siempre temeraria, eso estaba a punto de hacerlo público…- o sea que es eso… que el niño se hace pajas.
Mi sonrojo debía ser brutal, mi cabeza se diluía entre mis hombros, mis brazos cruzados casi se tocaban por detrás, la mirada se me nublaba de ira y la cabeza me daba vueltas y más vueltas, ahora el tipo este le confirmará a ésta sus sospechas y yo me veré obligado a irme de casa para siempre, puta…

Pajas dice –se echó a reír el médico- más bien mentales… lo que tiene su hijo es un mal antiguo, que afecta a un porcentaje elevado de la población y especialmente a los jóvenes.

Entonces… es… amor –suspiraba mi madre de alivio sin atreverse a mirarme pues sentía en el alma el haber dudado de mi respetable savoir vivre.

Deja al doctor que termine –repetía mi padre.

Señora, su hijo padece los retortijones de un virus incómodo y extraño, tan antiguo como el hombre y por el que no ha de temer en principio pues nuestro sistema inmunológico ha aprendido a convivir con él.

¿mata? –preguntó angustiada mi progenitora

no debiera, señora, no se preocupe, por suerte han venido ustedes a tiempo. Tiene tratamiento.

-es costoso –volvía a interrumpir

-deja al doctor que termine –la cortaba mi padre con el automático encendido

-depende de la cepa del virus. No todos son iguales, ni exigen los mismos paliativos. Algunos pueden salirles más caros y otros menos. La experiencia me dice que por lo general, aquellos que son más caros son a la postre menos nocivos que los que son más baratos.

¿cómo es eso? –preguntó mi madre

Muy sencillo. Lo que el virus caro provoca es casi una irrefrenable tentación de comprar y comprar literatura hasta inundar estantes y más estantes que pronto cambiarán la fisonomía de su hogar. Pero no se apure, tampoco es tan malo después de todo. Y es que el virus se sentirá satisfecho devorando y devorando libros, y en la medida en que lo haga se manifestará a través de sus síntomas con menos virulencia hasta que un día puede que desaparezca para siempre de la misma forma en que apareció un día.
En cuanto al barato, lo malo es que el virus al no demandar libros que devorar será siempre un virus asilvestrado y que terminará por asilvestrar al enfermo que lo padezca. Esto en sí nada tiene de malo, la diferencia estriba en que este virus no tiene cura, y es el único que puede provocar muerte ya que provoca enormes sufrimientos y depresiones a quien lo contrae. El otro al menos, con su demanda de libros, te ofrece asimismo estrategias y pistas para sanar o al menos si no completamente, para convivir en paz y armonía con ella, me explico: que bien que puede este enfermo vivir en sociedad aun estando enfermo y es más, que dichos enfermos, si encuentran el modo apropiado de hacerlo pueden incluso llegar a ser miembros distinguidos de la sociedad en virtud precisamente de la enfermedad que padecen.


Doctor… hacía pucheros mi mamá

Cariño, no te apures, que el nene está bien –la consolaba mi papá

Yo… -tartamudeaba mi mamma ( a la italiana)

No has hecho nada malo, no tienes de qué preocuparte, vas a ver como el niño se cura pronto –la sobeteaba mi pappa

En cuanto a mí, esto es, mi cabeza, volvía a despuntar. Mi cuello se erguía distinguido propulsado por un cierto orgullo que se hacía más y más fuerte a medida que mi dignidad había sido devuelta. Tanto era así que la escena merece ser congelada para siempre.
Si la consulta comenzó con mi madre inquisitiva, arrequintada sobre su silla, con mi padre paciente entre ella y yo, con su espalda algo arqueada y conmigo al fondo con mi culo al borde del abismo y todo yo arrojado contra el borde de mi asiento como un guijarro ajado y montaraz, todo terminó conmigo retrepadísimo sobre mi asiento, derecho y digno sobre mis aposentos mirando de tú a tú al médico, mirándonos de tú a tú como quienes saben que tienen sentido común y pueden hablarse con criterio. En cuanto amis padres, la escena era singular, mi padre estaba volcado hacia mi madre abrazándola y consolándola mientras que ella gimoteaba con la mirada perdida en las losas del suelo a sabiendas de que levantar la mirada le sería difícil después de haber hecho el ridículo.
Yo salí de aquella consulta diagnosticado y enfermo pero con dignidad. Mis padres deshechos. Condescendientemente, ya de camino a casa, me digné a hacer un gesto de perdón a mi madre. Pero tiempo después, para que sufriera. Así nunca más volvería a osar a acusarme de pajero.
Aunque lo fuera.