miércoles, 30 de julio de 2008


Mi difunta tía Cándida murió “oficialmente” envenenada cuando yo tenía 14 años. A mis 18 y con motivo de la visita al galeno, mi made hizo público que el veneno que la mató se lo suministró, sirvió y auto ingirió la propia Cándida.

Barbitúricos - dijo

-No fue muy original- apuntilló el doctor.

-Pero no murió de eso, doctor. Murió de incomprensión, de soledad. Ella era diferente a cualquier otra mujer que pudiera imaginarse. Era rica, aristócrata, tenía una hermosa casa, modales, y una exquisita cultura.
Y de qué le sirvió todo eso… tanta sensibilidad… al final acabó consigo misma. Y aquello no fue lo peor. Antes del dramático suceso, meses antes, un año tal vez, notamos que había perdido el sentido. Que había enloquecido.

La verdad es que cuando uno cree en la carga genética siente un inmediato temor al saber de este tipo de casos en la familia de uno. Por un momento me hice cómplice del abatimiento que pesaba sobre el ánimo de mi progenitora.

Hasta ese día había guardado una impresión de mi tía Cándida bastante entrañable. Sus extravagantes arrebatos mezclaban lo ingenuo y lo genial, la provocación y el desenfado, lo loco y lo pacífico. Y como después de todo sus extravagancias no hacían daño a nadie, eran toleradas por todos.

Mi madre nos explicó aquella tarde cómo fue el meteórico ascenso social de tía Cándida. Para resumir diremos que se casó bien y probablemente por amor. Lo que demuestra que el amor (aunque este es otro tema) no es necesariamente bueno (en un estricto sentido platónico) pues no hace mejores a quienes lo detentan.
Lamentablemente su amado marido murió pronto, aunque tiempo tuvo de dejarme dos primos de cuyo paradero no sé demasiado, eso sí, siempre fueron grandes vividores, lo cual me consuela.

-Y en qué le recuerda su hermana a su hijo? –preguntó el doctor.

-La primera locura oficial que se le conoció a Cándida fue…

Prefiero explicarlo con mis propias palabras:

Una mañana de abril sonó el teléfono inesperadamente pronto en casa. Se trataba de Julio, el mayordomo que mi tía tenía empleado en su casa palacio de Úbeda. El motivo:
-esta mañana, con las primeras luces del alba, la señora se levantó de su cama. Ya sabe que no es normal en ella. Ligeramente vestida con su bata de seda, con la mascarilla antiarrugas de cada noche sin quitar, la señora ha hecho algo extraño… uno tras otro, armada de un pintalabios de los muchos que tiene, ha ido pintando cada labio de cada boca de cada estatua de la casa. Las réplicas del David, de Miguel Ángel y de Donatello, la más monumental del Laoconte, ha repasado incluso la copia que tenemos del sofá-labios de Dalí. Cada estatua de Marte, de Cupido, de Venus y Adriano, las menos llamativas de los faunos y las dríades de las fuentes del jardín, todas. Yo… la verdad…

A esas alturas de la narración mi madre había roto a llorar, yo roto a reír y el médico roto el lápiz con el que jugueteaba desde hace unos minutos.

Estatuas, dice? –preguntó el galeno

-Sí

Era amante del arte?

-coleccionista de arte… y de vistas. Coleccionaba vistas sobre parajes singularmente bellos. La Catedral de Sevilla, la Alambra de Granada, colinas toscanas y el mar de Tánger.

-Interesante… coleccionaba cuadros, que son ventanas abiertas al arte, y balcones, que son ventanas abiertas al mundo exterior. Así que Cándida –se dijo como para sí. ¿trataba –quién puede decirlo- de extraer alguna otra conclusión tan solo a partir de su nombre?

Sea como fuere, ellos habían descubierto algo que desconocía pero ¿qué interés tenía mi difunta tía en todo mi asunto? Lo que importaba aquí era yo y mi afección vírica. El carmín de labios y la aliteración ¿es que tienen algo en común?

-Señora –volvió a decir el médico imprimiendo gravedad a sus palabras- le comunico que temo con usted que estemos ante un antecedente familiar.

A mi madre se les escapó una lágrima, rechoncha y luminosa, que rodó hasta la comisura –ya madura- de su labio superior.

Más tarde tendría ocasión de reflexionar. Mi tía y yo, en nuestra extravagante pulsión por creernos más bellos y sublimes –movidos por oscuras fuerzas víricas- nos afanamos por poseer y acaparar, pero no tanto objetos materiales como sublimes obras maestras –con todo lo que tienen de intangibles. Ella al principio solo las compraba y fue mucho después cuando empezó a pintarles los labios. Yo, las creaba. Pero teníamos algo en común, éramos tanto sus descubridores como las únicas personas capaces de poder interpretarlas plenamente y entender con ello su belleza. Mientras que ella lo intentaba adquiriendo propiedades y echándole horas mirando a través de sus ventanas convencida de que aquello le daba poder sobre la belleza –nadie como ella comprendía los secretos que aquellas formas poseían-, yo por mi parte me quería acreedor del mecanismo que la hacía posible. Sea como fuere, esta pulsión por la belleza nos tenía reservado algo peor, la misión que aparejaba: hacérselo comprender al mundo.

Y Cándida no lo logró.

Murió pintándoles los labios a sus estatuas por si un día ellas decidían, por sí solas, desvelar el secreto de su belleza.

lunes, 28 de julio de 2008

Acerca de la peregrina suerte que corrió este poeta fruto de un nuevo subidón de adrenalina vírica


Todos los poetas nos sentimos tentados en algún momento a creernos tocados por un halo de sublimidad que nos convierta automáticamente en seres distinguidos.

Movidos por la necesidad de justificar tal convicción nos acogemos a algo, lo que sea, que creemos constituye nuestro signo distintivo y después nos afanamos en contabilizar a todos esos seres prosaicos que nos rodean, en virtud precisamente de la ausencia de aquella marca distintiva. Somos como raros colonos que hacen suya una colina, la llaman monte Olimpo, o Helicón si se prefiere, y se afanan, antes de quitar siquiera una mala hierba, en cavar una zanja insalvable entre la colina y el resto del mundo a modo de fosa medieval. Algo que los proteja y distinga del resto del mundo.

Mi colina estaba llena de matojos y lo que la convertía en pariente de Helicón era lo que yo había identificado como mi toque sublime, mi rasgo de carácter, mi signo distintivo: una gran capacidad para la aliteración que emanaba sin duda de misteriosas fuentes interiores.
Soy consciente de que a todos les sonará raro, pero así es.

Los accesos febriles que provoca todo virus son ciegos y se manifiestan del modo más insospechado. En mi caso me sentí tocado por una inusual capacidad para la aliteración. Al lector lego en las figuras retóricas le recordaré que la aliteración supone la repetición con fines presuntamente estéticos de una misma consonante generalmente en un espacio de texto reducido. Grosso modo esta es la definición. Por supuesto yo llevé la figura hasta su máxima potencialidad, extendiendo la repetición de una sola consonante a la de varias susceptibles de ser agrupadas por ser más implosivas o más silbantes.

¡Apunten¡ ¡fuego!
De un disparo preciso la princesa sucumbe…
[pobre princesa Catalina]

El efecto pam pam estaba más que logrado.
Y sucumbe, ¿acaso no describe su increíble sonoridad la plástica de toda muerte por bala? Su-(la ese silbante de la bala) –cum-(la c de los huesos que se quiebran) –be (la última exhalación de la princesa).

Y lo curioso del caso es que lo tenía yo por un logro que me sobrevenía solo, sin yo pretenderlo. Aquello era sin duda síntoma de la sublimidad que tanto anhelaba poseer.

Iba yo de aquí para allá encantado con mi nuevo jueguecito esgrimiéndolo a las primeras de cambio satisfecho de mostrar mi majestad. Mi probada maestría. Era en mi vírica imaginación como un cetro de rey o el tirso de Dionisos.

Obedece palabra,
sé brisa,
susurro,
que puedas así sortear los obstáculos todos
E inocula tu tósigo,
cuando afirme, mintiendo,
Que es amor lo que busco.

Las eses están más vistas, pero nunca me dieron mucho miedo las comparaciones.
Y qué me dicen de ese aire de cabrón maquiavélico… (prometo que la sucesión de qus y ces no ha sido pretendida).

Pero todo termina por llegar el día que menos te lo esperas, ese que llega siempre más tarde o más temprano, en el que toda colina, por sublime que sea, termina por aburrirlo a uno, de modo que se vuelve imprescindible el abrir una vía de comunicación con el mundo. Y es por las puertas con su puente levadizo, por fortificadas y sólidas que sean, por donde termina siendo sorteada toda fosa.

Y el maldito ejército invasor que la echó abajo se llamaba Juana.

Juana era poetisa y amante mía. A ella le escribí el poema maquiavélico. Cuando se enteró de que la palabra amor, con que a veces sofocaba alguna que otra rencilla que surgiera entre nosotros, no era sino un artificio poético (fuegos artificiales) preparó una asalto poético despiadado y sin tregua a mi desdichado Helicón. Juró que no dejaría títere con cabeza (y no lo hizo).

En una de nuestras patéticas tertulias literarias en que un grupete de poetas nos leíamos nuestras últimas creaciones y en el que hacíamos alarde de unas dotes diplomáticas excepcionales para decir sin decir lo que queríamos decir. Es decir (pensar en Juana me pone nervioso) criticar las creaciones de los demás que nos parecían todas sin distinción hiperpretenciosas. Juana irrumpió rompiendo nuestra entente cordiale, y yo fui el más damnificado poeta que haya conocido jamás.

- Aliteras por defecto, tanto, que vuelves pantanosas unas frases que no debieran serlo. Lo peor: que crees que ello te hace distinto, distinguido.

Te leo la siguiente frase:
“Ya está aquí el butanero bonito que trae tu butano barato”
Sabes de quién es? Del buTanero.

Y la siguiente:
“Arre burro arre”
Sabes de quién es? De un humilde campesino

Y para terminar:
“Toma nota, la bonoloto, boleto ganador”
Sabes de quién es? Del ciego que vende bonoloto en mi barrio.

En resumen, no nos descubras la pólvora querido.

Me quedé sin palabras. Efectivamente mi colinita había sido tomada, saqueada, pisoteada, y con ella mi inusual dominio técnico ninguneado.

Pero esto por sí solo no era lo peor. Más que el saberme poseedor de una pólvora ya quemada, me afligía el saberme sólo de nuevo ante el reto mayúsculo de empezar de cero poniendo en una situación de competencia extrema mi enfermiza obsesión por las pajas mentales con su doble inguinal, bruto y obsceno.


Pero nunca hay mal que por bien no venga.
Fruto de aquello se nos reveló algo: el carácter especialmente virulento de la cepa del virus que me afectaba.

-se lo explicaré –nos dijo el médico.
El virus pretende adueñarse de su voluntad, es posible incluso que ya lo haya hecho. Imagino que conoce el famoso icono heleno de la serpiente enrollada en torno a una columna.

-doctor… -mi madre con voz de ultratumba contemplando el horror…¿se trataba del virus barato?

-ello ilustra bien el modo de actuar del virus. La columna, que no es exactamente una columna –apuntilló-, es usted, su integridad personal. Su yo. La serpiente, el virus que se abraza a él ahogándolo y sustituyéndolo.
Puedo adelantarles que el virus sobrelleva mal las épocas de ayuno poético. ¿sabe de qué se alimenta exactamente? Piense en por qué escala la columna y lo sabrá.

-Si la columna no es una columna doctor, entonces…-mi madre evitaba pronunciar lo que pensaba.

-es que se trata –la interrumpió- de un humilladero, pero por motivos puramente técnicos preferiremos denominarlo simplemente columna.
No se asusten, en su origen los pueblos antiguos y supersticiosos dejaban allí, sobre su capitel, la ofrenda en forma de alimento que hacían a los dioses.
La serpiente en su escalada pretende ese alimento.

-por Dios –gritó mi madre quien veía en la imagen de la serpiente a un Belcebú enroscada a mi cuerpito.

-¿y de qué se alimentan los dioses? –proseguía el médico haciendo una alarde de flemática indiferencia al grito de mi madre- de alabanzas.

-Sal de ahí por Dios, sal de mi hijo –gritó mi madre agarrándome la cabeza con furia y clavando sus ojos en los míos-

-Señora, no se apure, que no es para tanto.

Mi madre volvió en sí
-disculpadme. Ambos-

-así que aliteraciones- me dijo- … curioso virus que se contentaba con eso…

-menos es nada –dije

-ahora va a estrujarle hasta que deposite una nueva alabanza más sólida si puede ser sobre su columna. Una nueva señal que le haga sentirse elegido, tocado por una divinidad que le ha seleccionado a usted entre miles de seres. Desea alabanzas, reconocimiento, distinción y sumisión.
Y va a hacer todo los posible porque esa señal aparezca, se lo aseguro.

Aquella última frase pesó como una losa en el ánimo de madre. Quieta, rígida, con la mandíbula apretada, los dedos agarrando tensísimos el bolso y la mirada perdida en un más allá invisible, pronunció: Cándida.

Ese nombre se nos revelaba con la misteriosa puesta en escena de un oráculo, y constituía la próxima pista sobre la que nuestro médico debía investigar.

Cándida era el nombre de mi difunta tía.

miércoles, 2 de abril de 2008

Acerca de los achaques, accesos febriles y visiones subsecuentes del mal que contraje conocido como literatura.


La siguiente entrada está consagrada a un mal que domina mi vida. Un mal que me viene de lejos, que no es nuevo para mí por tanto y con el que he aprendido a convivir en la medida de lo posible. La enfermedad en sí, si no me ha matado ya, difícilmente lo hará nunca. Esto siempre según el galeno que me trata.

La sintomatología es variada: paludismo (que provoca cierta mutación del virus que te obliga a dejar de comer y que en los hospitales llaman Solitaria); inestabilidad anímica que aúna fuertes depresiones con estados de alegría exultante (conocido como depresión post-parto poético); accesos febriles que alcanzando el paroxismo provocan verborrea (que en términos técnicos llamamos inspiración); achaques cardíacos (también llamada sensibilidad poética); y a veces incluso la muerte súbita, sí señor, la muerte (solo que cuando contraes la enfermedad la llamas parca).

Cuando la enfermedad se me manifestó por vez primera era yo apenas un adolescente incipiente (habrán notado que rimo). Por aquel entonces pasé drásticamente de jugar con mis play móvil a dejar de jugar. Me enamoraba de cualquiera que se pareciese a ella, pero quién era ella. Por entonces aún no lo sabía. Nada hubiese tenido de malo el enamorarme si no me hubiese desenamorado tan pronto como me enamoraba y es que pronto les descubría a aquellas ciertos defectos que la distanciaban de ella, pero quién era ella todavía no podía saberlo. Después de mis primeros besuqueos, apretones y apresurados sobeteos protosexuales llegué a la conclusión de que tal vez ella no fuese de carne y hueso, ¿qué como llegué a esta conclusión? La culpa no fue mía claro sino de los demás, después de todo cómo puede un adolescente llegar a semejante corolario filosófico existencial por sí solo. La culpa la tuvo Petrarca, él y Garcilaso, éste y Béquer, todos los nombrados y esos cantautores que componen cancioncillas a ella, pero quién era ella.

Ella es la musa –me dijo mi galeno una mañana de abril, ya se saben los abriles… en su pequeña aunque coqueta consulta privada.

Ya te lo dije José –se apresuró a decirle mi madre a mi padre- que a este niño lo que le ocurre es que está enamorado.

Deja al doctor que termine… -contestaba mi padre.

Señora, no es amor lo que tiene el chico. Lo suyo es más grave –sentenció.
Y yo, que me temía lo peor, traté de esconder como pude mi cabeza entre los hombros ¿es posible que sepa el jodido este que lejos de hacer caso a mi madre, no solo ya… sería verdad lo que dicen acerca de hacerlo… cómo es posible… qué vergüenza… por qué tienen que pasar conmigo a la consulta, ¿no pueden dejarme en paz? Siempre metiendo las narices donde no los llaman… Dios qué vergüenza…

O sea, que es eso… -la discreción de mi madre es siempre un farol, y siempre temeraria, eso estaba a punto de hacerlo público…- o sea que es eso… que el niño se hace pajas.
Mi sonrojo debía ser brutal, mi cabeza se diluía entre mis hombros, mis brazos cruzados casi se tocaban por detrás, la mirada se me nublaba de ira y la cabeza me daba vueltas y más vueltas, ahora el tipo este le confirmará a ésta sus sospechas y yo me veré obligado a irme de casa para siempre, puta…

Pajas dice –se echó a reír el médico- más bien mentales… lo que tiene su hijo es un mal antiguo, que afecta a un porcentaje elevado de la población y especialmente a los jóvenes.

Entonces… es… amor –suspiraba mi madre de alivio sin atreverse a mirarme pues sentía en el alma el haber dudado de mi respetable savoir vivre.

Deja al doctor que termine –repetía mi padre.

Señora, su hijo padece los retortijones de un virus incómodo y extraño, tan antiguo como el hombre y por el que no ha de temer en principio pues nuestro sistema inmunológico ha aprendido a convivir con él.

¿mata? –preguntó angustiada mi progenitora

no debiera, señora, no se preocupe, por suerte han venido ustedes a tiempo. Tiene tratamiento.

-es costoso –volvía a interrumpir

-deja al doctor que termine –la cortaba mi padre con el automático encendido

-depende de la cepa del virus. No todos son iguales, ni exigen los mismos paliativos. Algunos pueden salirles más caros y otros menos. La experiencia me dice que por lo general, aquellos que son más caros son a la postre menos nocivos que los que son más baratos.

¿cómo es eso? –preguntó mi madre

Muy sencillo. Lo que el virus caro provoca es casi una irrefrenable tentación de comprar y comprar literatura hasta inundar estantes y más estantes que pronto cambiarán la fisonomía de su hogar. Pero no se apure, tampoco es tan malo después de todo. Y es que el virus se sentirá satisfecho devorando y devorando libros, y en la medida en que lo haga se manifestará a través de sus síntomas con menos virulencia hasta que un día puede que desaparezca para siempre de la misma forma en que apareció un día.
En cuanto al barato, lo malo es que el virus al no demandar libros que devorar será siempre un virus asilvestrado y que terminará por asilvestrar al enfermo que lo padezca. Esto en sí nada tiene de malo, la diferencia estriba en que este virus no tiene cura, y es el único que puede provocar muerte ya que provoca enormes sufrimientos y depresiones a quien lo contrae. El otro al menos, con su demanda de libros, te ofrece asimismo estrategias y pistas para sanar o al menos si no completamente, para convivir en paz y armonía con ella, me explico: que bien que puede este enfermo vivir en sociedad aun estando enfermo y es más, que dichos enfermos, si encuentran el modo apropiado de hacerlo pueden incluso llegar a ser miembros distinguidos de la sociedad en virtud precisamente de la enfermedad que padecen.


Doctor… hacía pucheros mi mamá

Cariño, no te apures, que el nene está bien –la consolaba mi papá

Yo… -tartamudeaba mi mamma ( a la italiana)

No has hecho nada malo, no tienes de qué preocuparte, vas a ver como el niño se cura pronto –la sobeteaba mi pappa

En cuanto a mí, esto es, mi cabeza, volvía a despuntar. Mi cuello se erguía distinguido propulsado por un cierto orgullo que se hacía más y más fuerte a medida que mi dignidad había sido devuelta. Tanto era así que la escena merece ser congelada para siempre.
Si la consulta comenzó con mi madre inquisitiva, arrequintada sobre su silla, con mi padre paciente entre ella y yo, con su espalda algo arqueada y conmigo al fondo con mi culo al borde del abismo y todo yo arrojado contra el borde de mi asiento como un guijarro ajado y montaraz, todo terminó conmigo retrepadísimo sobre mi asiento, derecho y digno sobre mis aposentos mirando de tú a tú al médico, mirándonos de tú a tú como quienes saben que tienen sentido común y pueden hablarse con criterio. En cuanto amis padres, la escena era singular, mi padre estaba volcado hacia mi madre abrazándola y consolándola mientras que ella gimoteaba con la mirada perdida en las losas del suelo a sabiendas de que levantar la mirada le sería difícil después de haber hecho el ridículo.
Yo salí de aquella consulta diagnosticado y enfermo pero con dignidad. Mis padres deshechos. Condescendientemente, ya de camino a casa, me digné a hacer un gesto de perdón a mi madre. Pero tiempo después, para que sufriera. Así nunca más volvería a osar a acusarme de pajero.
Aunque lo fuera.

jueves, 27 de marzo de 2008

Carta a Andrés, autor de la novela Velleza, a propósito de un libro de Tolstói que ando leyendo.

Querido amigo, ahora alcanzo justo el ecuador de Confesión que escribe y firma ese gigante ruso hacia el que sé profesas bastante admiración. Como no quiero faltarle a él, repito: es pronto aún para sacar conclusiones, no obstante, ciertas cosas que dice, apunta y que parece empieza a perfilar me han llevado a reflexionar acerca de mí y de mi obra y por ende de la tuya, ya que es justo decir que sólo su título(hablamos de Velleza)demuestra que está a mí consagrada.
Reflexiono acerca del discurso de Tolstói, uno que parece abocado a un nihilismo atroz, pero que puede, termine por desembocar en un vericueto insospechado.
Me da a mi Andrés que ese discurso se asemeja mucho al que pones en boca de mi antagonista en tu novela, Oria. Pero el proceso de Oria en tu librito es el de una redención, precisamente, de ese nihilismo que absorbe y paraliza y cuyo punto de inflexión se haya en su revelación de la Velleza, la única belleza, humana y majestuosa, en la que habita extática la Vida.

Me explico: que Oria, pobre, asumió como propio un discurso especulativo para explicarse las mareas de la existencia. Y que este ofrece más dudas y preguntas que propiamente respuestas. Y que dudar, sin ser malo, te pone al descubierto, que tampoco es malo, a menos que no tengas una buena certeza a la que aferrarte, aunque parezca impuesta. Y es que estar a descubierto te obliga a protegerte, pues de un modo u otro, convivir con ciertos vacíos de conocimiento puede provocar miedo.
Cuando hablamos de mareas de la existencia me refiero a las preguntas de siempre, ¿adónde vamos? ¿de dónde venimos? ¿tiene sentido todo esto?
Tostói, por lo que he podido leer hasta ahora, era un maniático perfeccionista, manía esta que pese a procurarle tormento a él, nos ha brindado al resto un genial novelista y humanista. Oria comparte con Tolstói una inteligencia y sensibilidad sobresalientes, así como un sentido crítico obstinado y tenaz.
No a los brutos se les plantean estas preguntas.

Tolstói confiesa que llegado a la edad de cincuenta años y comenzando a presentir su declive físico de algún modo desencadena –no lo dice así- a esa fierecilla hipercrítica y perfeccionista contra sí mismo. Pone en tela de juicio sus obras, su vida, sus creencias y el mundo en general con una minuciosidad y sinceridad pasmosa. Tantea cuantas fuentes de conocimiento y ramas del saber halla a su alcance y concluye que la vida, su sentido, le es inextricable. Y el perfeccionista que es, cómo iba a aceptar una derrota así sin más, y nos muestra entonces muy a las claras de qué forma un vacío de conocimiento contra el que nada puede y que escapa a su control, lo exaspera al punto de negar la vida.
Nos cuenta Tolstói que consideró seriamente suicidarse. Que perdido el sentido de la vida, a la que –como no puede aceptar su derrota e impotencia que le causa- tilda de absurda, tan solo existe la muerte. Esta constituye la sola certeza a la que se aferra, y que no sé por qué extraño mecanismo equipara a la nada.
Nos cuenta que la muerte es lo único cierto, y que la vida no es sino un mero despropósito. Tolstói –el gigante luchador inconformista- baja entonces los brazos.
Después de a la ciencia consulté a los sabios, nos viene a decir, de Buda extraje “es imposible seguir viviendo sabiendo que el sufrimiento, el debilitamiento, la vejez y la muerte son inevitables; es preciso liberarnos de la vida y de toda posibilidad de vida” y de Salomón “todo en el mundo, la necedad, la sabiduría, la miseria, la riqueza, la alegría, el dolor, es vanidad y nadería. El hombre morirá, y nada quedará. Y esto es absurdo”
Y concluye “todo es vanidad. Feliz el que no ha nacido; la muerte es mejor que la vida, hay que librarse de ella”.

Tal vez ahora se entienda mi par de sonetos titulados horror vacui, en el que expongo que somos aquello que decimos ser mientras queramos serlo y reconocernos en ello. La crisis de Tolstói –tan tan humana- no debiera invitarnos a, en un arrebato de sinceridad, negarnos tan profundamente como para retirarnos toda posibilidad de ser. Ser es un verbo mágico, el verbo copulativo por antonomasia y que nos permite probar a ser lo que queramos. Un arrebato de sinceridad útil y deseable sería mejor que recluirnos en un no ser implacable, partir de que efectivamente no somos nadie, pero que podemos ser lo que queramos, y creerlo y saber extraerle sus frutos a esto, pues también tiene su ciencia, bien pudiera ser un planeamiento mejor que el negarse como digo toda posibilidad de ser rotundamente.

Y me da a mí que Tolstói, como Oria, va a terminar invirtiendo y dando alas a su discurso. Porque adoptar un discurso vitalista después de tamaña destrucción negativista, y de apartado retiro en una soledad depresiva, o te conduce al fin o te lleva a reencontrarte con las fuerzas vivas que anidan en tu interior. Alentado por éstas, un discurso comenzará a emerger, uno de esos que alienta a aquellos por los que nadie ya daría un duro, y que tira de orgullo y de amor propio y rebosa belleza y vigor, pues así se expresa la vida.

El germen de ese discurso por cierto lo anuncia enigmáticamente el Jesús-Cristo bíblico cuando en su última exhalación parece increpar a Dios, con su “Dios mío por qué me has abandonado” y que no es sino el principio de un salmo davídico que comienza con ésta y otras increpaciones para después resurgir como un fénix una vez ha tocado fondo y allí, en esas profundidades, tomado contacto, consuelo y misteriosa fuerza en el Dios-en-nosotros.

Yo mismo en cierta ocasión –una de esas que se repite cada x tiempo- me lamenté de mi mala suerte e incomprensión poética tras otro de esos fracasos míos. También yo había puesto lo mejor de mí mismo en algo que aparentemente solo causaría indiferencia, y eso una vez más, y ya iban muchas.
Me lamenté y así como lo verbalicé.

Volver de vacío

A expensas mío
Mi sombra me antecede
Un foco delator que me ilumina
Y –qué perversa la vida-
Me aureola.
Qué lúgubre corona. De vacío
Los hombres se prefieren esa sombra
Que les recuerda el día en que la luz
Tuvo en ellos un cuerpo intraspasable.

Por suerte recordé
Que el mañana está siempre por venir
Y que la aurora, esa reválida
Arrastrará a su curso
Aquellas luces tétricas
Aquel tétrico enjambre de luz
sin luz alguna.

sábado, 22 de marzo de 2008


Inauguro aquí este espacio haciendo alguna que otra consideración.
La primera de ellas hace mención al título que he escogido para este blog.
Sobremesa.
Fue de sobremesa que Fedro, Sócrates, Agatón y otros entablaron discusión acerca de Eros. Y es a Eros a quien quiero consagrar este humilde y apartado recodo cibernético.
Aquella célebre conversación de sobremesa quedó recogida en un memorable libro de Platón, el banquete o simposio. Cuentan que el bueno de Sócrates se acicaló incluso para acudir a aquella cita, siendo él descuidado como era. Cuentan también que alguien propuso al término del banquete propiamente el tema del amor pensando que tal vez éste habría de mezclar bien con el vino. Que el amor se presta a dar que hablar es bien sabido, y que el vino invita a ello, no lo es menos, y prueba de esto es que aquella mezcla ha llegado a nuestros días recogida en un libro que por más siglos de antigüedad que tenga no pierde sin embargo un ápice de actualidad.
Se interrogan unos y otros, por turnos y en rondo, acerca de la naturaleza de Eros. Todos elogian de un modo u otro al dios, hasta que la palabra alcanza a Sócrates. El encomio de éste dista del de aquellos en su replanteamiento inicial acerca de la naturaleza de Eros. Cuenta que Diotima le inició en las cosas del amor y que a instancias suyas supo que el bueno de Eros no es divino, ni tampoco mortal sino un ser intermedio llamado daimón. La función de estos seres es la de conectar a mortales e inmortales. Lejos de halagar las cualidades de Eros, afirma más bien que éste carece de ellas puesto que de ser así no hallaría cuidado en proveerse de ellas pues estaría ya bien servido. Eros, viene a decir, es el principio por el cual el hombre ama perpetuarse en lo bello.
Su genealogía es la que sigue, siempre según Diotima: hijo de Poro –el Recurso- que a su vez hijo de Metis –la Astucia-, y de Penía –la Necesidad-, Eros se muestra como un necesitado al tiempo que arrojado y con recursos.
Y antes de ceder la palabra al mismo Sócrates y de que éste a su vez me devuelva a mí el testigo de nuevo, recalco que el recorrido del encomio corrió de boca en boca de izquierda a derecha, de corazón a corazón.

“Así pues, por ser hijo de Poro y Penía, Eros ha quedado en las siguientes condiciones. En primer lugar, es siempre pobre y dista mucho de ser delicado y bello, como cree la mayoría, sino que es duro y flaco, descalzo y sin hogar, duerme siempre en el suelo y sin mantas, acostado al raso en puertas y caminos, compañero siempre inseparable de la indigencia, por tener la naturaleza de su madre. Pero, por otro lado, por tener la índole de su padre, está al acecho de los bellos y de los buenos, y es valeroso, intrépido e impetuoso, cazador formidable, que siempre está urdiendo alguna trama, ávido de conocimiento y fértil en recursos, amante del saber a lo largo de toda su vida, formidable mago, hechicero y sofista.”


Se acuesta al raso en puertas y caminos
De harapos viste y mora entre la gente
Tiene ralos los pelos y en la frente
La arruga del amante del buen vino.

Se le llama hechicero e invidente
Divulgador de graves desatinos
Sofista o bien amigo de asesinos
O príncipe de pobres e indigentes.

Proclamado: maestro de la ciencia
De gañanes, juerguistas y embusteros;
Emérito doctor de la elocuencia
Malandrín y farsante y pordiosero;
Y más que un dios, demonio en la indigencia
O esto al menos, Diotima dijo de Eros.