miércoles, 30 de julio de 2008


Mi difunta tía Cándida murió “oficialmente” envenenada cuando yo tenía 14 años. A mis 18 y con motivo de la visita al galeno, mi made hizo público que el veneno que la mató se lo suministró, sirvió y auto ingirió la propia Cándida.

Barbitúricos - dijo

-No fue muy original- apuntilló el doctor.

-Pero no murió de eso, doctor. Murió de incomprensión, de soledad. Ella era diferente a cualquier otra mujer que pudiera imaginarse. Era rica, aristócrata, tenía una hermosa casa, modales, y una exquisita cultura.
Y de qué le sirvió todo eso… tanta sensibilidad… al final acabó consigo misma. Y aquello no fue lo peor. Antes del dramático suceso, meses antes, un año tal vez, notamos que había perdido el sentido. Que había enloquecido.

La verdad es que cuando uno cree en la carga genética siente un inmediato temor al saber de este tipo de casos en la familia de uno. Por un momento me hice cómplice del abatimiento que pesaba sobre el ánimo de mi progenitora.

Hasta ese día había guardado una impresión de mi tía Cándida bastante entrañable. Sus extravagantes arrebatos mezclaban lo ingenuo y lo genial, la provocación y el desenfado, lo loco y lo pacífico. Y como después de todo sus extravagancias no hacían daño a nadie, eran toleradas por todos.

Mi madre nos explicó aquella tarde cómo fue el meteórico ascenso social de tía Cándida. Para resumir diremos que se casó bien y probablemente por amor. Lo que demuestra que el amor (aunque este es otro tema) no es necesariamente bueno (en un estricto sentido platónico) pues no hace mejores a quienes lo detentan.
Lamentablemente su amado marido murió pronto, aunque tiempo tuvo de dejarme dos primos de cuyo paradero no sé demasiado, eso sí, siempre fueron grandes vividores, lo cual me consuela.

-Y en qué le recuerda su hermana a su hijo? –preguntó el doctor.

-La primera locura oficial que se le conoció a Cándida fue…

Prefiero explicarlo con mis propias palabras:

Una mañana de abril sonó el teléfono inesperadamente pronto en casa. Se trataba de Julio, el mayordomo que mi tía tenía empleado en su casa palacio de Úbeda. El motivo:
-esta mañana, con las primeras luces del alba, la señora se levantó de su cama. Ya sabe que no es normal en ella. Ligeramente vestida con su bata de seda, con la mascarilla antiarrugas de cada noche sin quitar, la señora ha hecho algo extraño… uno tras otro, armada de un pintalabios de los muchos que tiene, ha ido pintando cada labio de cada boca de cada estatua de la casa. Las réplicas del David, de Miguel Ángel y de Donatello, la más monumental del Laoconte, ha repasado incluso la copia que tenemos del sofá-labios de Dalí. Cada estatua de Marte, de Cupido, de Venus y Adriano, las menos llamativas de los faunos y las dríades de las fuentes del jardín, todas. Yo… la verdad…

A esas alturas de la narración mi madre había roto a llorar, yo roto a reír y el médico roto el lápiz con el que jugueteaba desde hace unos minutos.

Estatuas, dice? –preguntó el galeno

-Sí

Era amante del arte?

-coleccionista de arte… y de vistas. Coleccionaba vistas sobre parajes singularmente bellos. La Catedral de Sevilla, la Alambra de Granada, colinas toscanas y el mar de Tánger.

-Interesante… coleccionaba cuadros, que son ventanas abiertas al arte, y balcones, que son ventanas abiertas al mundo exterior. Así que Cándida –se dijo como para sí. ¿trataba –quién puede decirlo- de extraer alguna otra conclusión tan solo a partir de su nombre?

Sea como fuere, ellos habían descubierto algo que desconocía pero ¿qué interés tenía mi difunta tía en todo mi asunto? Lo que importaba aquí era yo y mi afección vírica. El carmín de labios y la aliteración ¿es que tienen algo en común?

-Señora –volvió a decir el médico imprimiendo gravedad a sus palabras- le comunico que temo con usted que estemos ante un antecedente familiar.

A mi madre se les escapó una lágrima, rechoncha y luminosa, que rodó hasta la comisura –ya madura- de su labio superior.

Más tarde tendría ocasión de reflexionar. Mi tía y yo, en nuestra extravagante pulsión por creernos más bellos y sublimes –movidos por oscuras fuerzas víricas- nos afanamos por poseer y acaparar, pero no tanto objetos materiales como sublimes obras maestras –con todo lo que tienen de intangibles. Ella al principio solo las compraba y fue mucho después cuando empezó a pintarles los labios. Yo, las creaba. Pero teníamos algo en común, éramos tanto sus descubridores como las únicas personas capaces de poder interpretarlas plenamente y entender con ello su belleza. Mientras que ella lo intentaba adquiriendo propiedades y echándole horas mirando a través de sus ventanas convencida de que aquello le daba poder sobre la belleza –nadie como ella comprendía los secretos que aquellas formas poseían-, yo por mi parte me quería acreedor del mecanismo que la hacía posible. Sea como fuere, esta pulsión por la belleza nos tenía reservado algo peor, la misión que aparejaba: hacérselo comprender al mundo.

Y Cándida no lo logró.

Murió pintándoles los labios a sus estatuas por si un día ellas decidían, por sí solas, desvelar el secreto de su belleza.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

sin palabras

jotapunto dijo...

Me ha divertido y conmovido a partes iguales.