Querido amigo, ahora alcanzo justo el ecuador de Confesión que escribe y firma ese gigante ruso hacia el que sé profesas bastante admiración. Como no quiero faltarle a él, repito: es pronto aún para sacar conclusiones, no obstante, ciertas cosas que dice, apunta y que parece empieza a perfilar me han llevado a reflexionar acerca de mí y de mi obra y por ende de la tuya, ya que es justo decir que sólo su título(hablamos de Velleza)demuestra que está a mí consagrada.
Reflexiono acerca del discurso de Tolstói, uno que parece abocado a un nihilismo atroz, pero que puede, termine por desembocar en un vericueto insospechado.
Me da a mi Andrés que ese discurso se asemeja mucho al que pones en boca de mi antagonista en tu novela, Oria. Pero el proceso de Oria en tu librito es el de una redención, precisamente, de ese nihilismo que absorbe y paraliza y cuyo punto de inflexión se haya en su revelación de la Velleza, la única belleza, humana y majestuosa, en la que habita extática la Vida.
Me explico: que Oria, pobre, asumió como propio un discurso especulativo para explicarse las mareas de la existencia. Y que este ofrece más dudas y preguntas que propiamente respuestas. Y que dudar, sin ser malo, te pone al descubierto, que tampoco es malo, a menos que no tengas una buena certeza a la que aferrarte, aunque parezca impuesta. Y es que estar a descubierto te obliga a protegerte, pues de un modo u otro, convivir con ciertos vacíos de conocimiento puede provocar miedo.
Cuando hablamos de mareas de la existencia me refiero a las preguntas de siempre, ¿adónde vamos? ¿de dónde venimos? ¿tiene sentido todo esto?
Tostói, por lo que he podido leer hasta ahora, era un maniático perfeccionista, manía esta que pese a procurarle tormento a él, nos ha brindado al resto un genial novelista y humanista. Oria comparte con Tolstói una inteligencia y sensibilidad sobresalientes, así como un sentido crítico obstinado y tenaz.
No a los brutos se les plantean estas preguntas.
Tolstói confiesa que llegado a la edad de cincuenta años y comenzando a presentir su declive físico de algún modo desencadena –no lo dice así- a esa fierecilla hipercrítica y perfeccionista contra sí mismo. Pone en tela de juicio sus obras, su vida, sus creencias y el mundo en general con una minuciosidad y sinceridad pasmosa. Tantea cuantas fuentes de conocimiento y ramas del saber halla a su alcance y concluye que la vida, su sentido, le es inextricable. Y el perfeccionista que es, cómo iba a aceptar una derrota así sin más, y nos muestra entonces muy a las claras de qué forma un vacío de conocimiento contra el que nada puede y que escapa a su control, lo exaspera al punto de negar la vida.
Nos cuenta Tolstói que consideró seriamente suicidarse. Que perdido el sentido de la vida, a la que –como no puede aceptar su derrota e impotencia que le causa- tilda de absurda, tan solo existe la muerte. Esta constituye la sola certeza a la que se aferra, y que no sé por qué extraño mecanismo equipara a la nada.
Nos cuenta que la muerte es lo único cierto, y que la vida no es sino un mero despropósito. Tolstói –el gigante luchador inconformista- baja entonces los brazos.
Después de a la ciencia consulté a los sabios, nos viene a decir, de Buda extraje “es imposible seguir viviendo sabiendo que el sufrimiento, el debilitamiento, la vejez y la muerte son inevitables; es preciso liberarnos de la vida y de toda posibilidad de vida” y de Salomón “todo en el mundo, la necedad, la sabiduría, la miseria, la riqueza, la alegría, el dolor, es vanidad y nadería. El hombre morirá, y nada quedará. Y esto es absurdo”
Y concluye “todo es vanidad. Feliz el que no ha nacido; la muerte es mejor que la vida, hay que librarse de ella”.
Tal vez ahora se entienda mi par de sonetos titulados horror vacui, en el que expongo que somos aquello que decimos ser mientras queramos serlo y reconocernos en ello. La crisis de Tolstói –tan tan humana- no debiera invitarnos a, en un arrebato de sinceridad, negarnos tan profundamente como para retirarnos toda posibilidad de ser. Ser es un verbo mágico, el verbo copulativo por antonomasia y que nos permite probar a ser lo que queramos. Un arrebato de sinceridad útil y deseable sería mejor que recluirnos en un no ser implacable, partir de que efectivamente no somos nadie, pero que podemos ser lo que queramos, y creerlo y saber extraerle sus frutos a esto, pues también tiene su ciencia, bien pudiera ser un planeamiento mejor que el negarse como digo toda posibilidad de ser rotundamente.
Y me da a mí que Tolstói, como Oria, va a terminar invirtiendo y dando alas a su discurso. Porque adoptar un discurso vitalista después de tamaña destrucción negativista, y de apartado retiro en una soledad depresiva, o te conduce al fin o te lleva a reencontrarte con las fuerzas vivas que anidan en tu interior. Alentado por éstas, un discurso comenzará a emerger, uno de esos que alienta a aquellos por los que nadie ya daría un duro, y que tira de orgullo y de amor propio y rebosa belleza y vigor, pues así se expresa la vida.
El germen de ese discurso por cierto lo anuncia enigmáticamente el Jesús-Cristo bíblico cuando en su última exhalación parece increpar a Dios, con su “Dios mío por qué me has abandonado” y que no es sino el principio de un salmo davídico que comienza con ésta y otras increpaciones para después resurgir como un fénix una vez ha tocado fondo y allí, en esas profundidades, tomado contacto, consuelo y misteriosa fuerza en el Dios-en-nosotros.
Yo mismo en cierta ocasión –una de esas que se repite cada x tiempo- me lamenté de mi mala suerte e incomprensión poética tras otro de esos fracasos míos. También yo había puesto lo mejor de mí mismo en algo que aparentemente solo causaría indiferencia, y eso una vez más, y ya iban muchas.
Me lamenté y así como lo verbalicé.
Volver de vacío
A expensas mío
Mi sombra me antecede
Un foco delator que me ilumina
Y –qué perversa la vida-
Me aureola.
Qué lúgubre corona. De vacío
Los hombres se prefieren esa sombra
Que les recuerda el día en que la luz
Tuvo en ellos un cuerpo intraspasable.
Por suerte recordé
Que el mañana está siempre por venir
Y que la aurora, esa reválida
Arrastrará a su curso
Aquellas luces tétricas
Aquel tétrico enjambre de luz
sin luz alguna.
jueves, 27 de marzo de 2008
sábado, 22 de marzo de 2008
Inauguro aquí este espacio haciendo alguna que otra consideración.
La primera de ellas hace mención al título que he escogido para este blog.
Sobremesa.
Fue de sobremesa que Fedro, Sócrates, Agatón y otros entablaron discusión acerca de Eros. Y es a Eros a quien quiero consagrar este humilde y apartado recodo cibernético.
Aquella célebre conversación de sobremesa quedó recogida en un memorable libro de Platón, el banquete o simposio. Cuentan que el bueno de Sócrates se acicaló incluso para acudir a aquella cita, siendo él descuidado como era. Cuentan también que alguien propuso al término del banquete propiamente el tema del amor pensando que tal vez éste habría de mezclar bien con el vino. Que el amor se presta a dar que hablar es bien sabido, y que el vino invita a ello, no lo es menos, y prueba de esto es que aquella mezcla ha llegado a nuestros días recogida en un libro que por más siglos de antigüedad que tenga no pierde sin embargo un ápice de actualidad.
Se interrogan unos y otros, por turnos y en rondo, acerca de la naturaleza de Eros. Todos elogian de un modo u otro al dios, hasta que la palabra alcanza a Sócrates. El encomio de éste dista del de aquellos en su replanteamiento inicial acerca de la naturaleza de Eros. Cuenta que Diotima le inició en las cosas del amor y que a instancias suyas supo que el bueno de Eros no es divino, ni tampoco mortal sino un ser intermedio llamado daimón. La función de estos seres es la de conectar a mortales e inmortales. Lejos de halagar las cualidades de Eros, afirma más bien que éste carece de ellas puesto que de ser así no hallaría cuidado en proveerse de ellas pues estaría ya bien servido. Eros, viene a decir, es el principio por el cual el hombre ama perpetuarse en lo bello.
Su genealogía es la que sigue, siempre según Diotima: hijo de Poro –el Recurso- que a su vez hijo de Metis –la Astucia-, y de Penía –la Necesidad-, Eros se muestra como un necesitado al tiempo que arrojado y con recursos.
Y antes de ceder la palabra al mismo Sócrates y de que éste a su vez me devuelva a mí el testigo de nuevo, recalco que el recorrido del encomio corrió de boca en boca de izquierda a derecha, de corazón a corazón.
“Así pues, por ser hijo de Poro y Penía, Eros ha quedado en las siguientes condiciones. En primer lugar, es siempre pobre y dista mucho de ser delicado y bello, como cree la mayoría, sino que es duro y flaco, descalzo y sin hogar, duerme siempre en el suelo y sin mantas, acostado al raso en puertas y caminos, compañero siempre inseparable de la indigencia, por tener la naturaleza de su madre. Pero, por otro lado, por tener la índole de su padre, está al acecho de los bellos y de los buenos, y es valeroso, intrépido e impetuoso, cazador formidable, que siempre está urdiendo alguna trama, ávido de conocimiento y fértil en recursos, amante del saber a lo largo de toda su vida, formidable mago, hechicero y sofista.”
Se acuesta al raso en puertas y caminos
De harapos viste y mora entre la gente
Tiene ralos los pelos y en la frente
La arruga del amante del buen vino.
Se le llama hechicero e invidente
Divulgador de graves desatinos
Sofista o bien amigo de asesinos
O príncipe de pobres e indigentes.
Proclamado: maestro de la ciencia
De gañanes, juerguistas y embusteros;
Emérito doctor de la elocuencia
Malandrín y farsante y pordiosero;
Y más que un dios, demonio en la indigencia
O esto al menos, Diotima dijo de Eros.
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